Noté la burlona sonrisa del
dependiente a la vez que le daba un golpecito en el codo a su compañero. Les di
las gracias y salí de la tienda. Abrí el paraguas y empecé a caminar lentamente
con el fin de no agudizar aquella punzada, mitad rabia mitad desesperación, en
el estómago.
Una vez más, si, una vez más se
habían reído de mi explicación. Empezaba
a estar cansada, demasiado cansada.
Llegué a casa y me cambié de ropa.
Encendí el ordenador y puse música. Allí
estaban, como siempre, expectantes, curiosos, sin reparo alguno por estar en mi
morada. En silencio, siempre en silencio, aun cuando les preguntara el motivo
de su intromisión en mi intimidad. Sin
respuesta, siempre sin respuesta, guardando el más absoluto silencio.
Como desde hacia mucho tiempo,
¿años quizá?, intenté olvidarme del asunto, distraerme con mis temas, pensar
que no era tan grave. Al fin y al cabo no tenía una vida complicada, no había nada
que ocultar, nada que no me permitiera imputarles a ellos, si es que había alguna
causa de la que acusar.
Había gastado un montón de euros
intentando expulsar de mi vida a
aquellos seres fríos y mudos, pero no lo había conseguido. No era fácil, se
habían propagado como una mancha de aceite en el agua y resultaba casi
imposible deshacerse de ellos. Creía que había perdido la esperanza, pero no
debía de ser así porque invariablemente volvía a intentarlo, siempre intentaba hacerlos desaparecer.
Solo los sentía yo, nadie podía
percibirlos, solo yo. Su frialdad hacia que cuidaran bien los momentos en los
que hacían su aparición, además, aunque se presentaran cuando estaba acompañada, su siniestro
silencio los hacia imperceptibles a los demás.
Era como vivir en la eterna
película “El día de la marmota”. Siempre se repetían las mismas cosas, los
mismos sucesos, las mismas jugarretas. Tenían un enfermizo deseo de alejarme de
todo aquello que me gustaba. Destruían todo lo que a mi me gustaba construir. Parecía
que su vida estaba centrada en deshacer la mía.
Después de aquel lluvioso día lo
intenté cientos de veces más, todo
inútil, seguían y seguían en mi casa, en mi intimidad, en mi vida... y se
reían, podía notar como se carcajeaban, como disfrutaban con mi deseo de
eliminarlos, con mi ansia de dejar atrás aquella horrible pesadilla.
Y ahí siguen, mudos, expectantes,
atentos a cada nueva ilusión para destruírmela, sin descanso, sin tregua…
Si, ahí siguen esos seres fríos y
calculadores que un día en un mail, seguramente con su amistosa frialdad,
metieron en mi ordenador su troyano.