lunes, 24 de junio de 2013

Frialdad calculada.



Noté la burlona sonrisa del dependiente a la vez que le daba un golpecito en el codo a su compañero. Les di las gracias y salí de la tienda. Abrí el paraguas y empecé a caminar lentamente con el fin de no agudizar aquella punzada, mitad rabia mitad desesperación, en el estómago.
Una vez más, si, una vez más se habían reído de mi explicación.  Empezaba a estar cansada, demasiado cansada.
Llegué a casa y me cambié de ropa. Encendí el ordenador y puse  música. Allí estaban, como siempre, expectantes, curiosos, sin reparo alguno por estar en mi morada. En silencio, siempre en silencio, aun cuando les preguntara el motivo de su intromisión en  mi intimidad. Sin respuesta, siempre sin respuesta, guardando el más absoluto silencio.
Como desde hacia mucho tiempo, ¿años quizá?, intenté olvidarme del asunto, distraerme con mis temas, pensar que no era tan grave. Al fin y al cabo no tenía una vida complicada, no había nada que ocultar, nada que no me permitiera  imputarles a ellos, si es que había alguna causa de la que acusar.
Había gastado un montón de euros intentando expulsar de mi vida  a aquellos seres fríos y mudos, pero no lo había conseguido. No era fácil, se habían propagado como una mancha de aceite en el agua y resultaba casi imposible deshacerse de ellos. Creía que había perdido la esperanza, pero no debía de ser así porque invariablemente volvía a intentarlo, siempre intentaba  hacerlos desaparecer.
Solo los sentía yo, nadie podía percibirlos, solo yo. Su frialdad hacia que cuidaran bien los momentos en los que hacían su aparición, además, aunque se presentaran  cuando estaba acompañada, su siniestro silencio los hacia imperceptibles a los demás.
Era como vivir en la eterna película “El día de la marmota”. Siempre se repetían las mismas cosas, los mismos sucesos, las mismas jugarretas. Tenían un enfermizo deseo de alejarme de todo aquello que me gustaba. Destruían todo lo que a mi me gustaba construir. Parecía que su vida estaba centrada en deshacer la mía.
Después de aquel lluvioso día lo intenté cientos de veces más,  todo inútil, seguían y seguían en mi casa, en mi intimidad, en mi vida... y se reían, podía notar como se carcajeaban, como disfrutaban con mi deseo de eliminarlos, con mi ansia de dejar atrás aquella horrible pesadilla.
Y ahí siguen, mudos, expectantes, atentos a cada nueva ilusión para destruírmela, sin descanso, sin tregua…
Si, ahí siguen esos seres fríos y calculadores que un día en un mail, seguramente con su amistosa frialdad, metieron en mi ordenador su troyano.